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El sida, contra las cuerdas

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Este reportaje es una colaboración de Jesús Méndez con la revista Salud, de Muy Interesante.

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Fue hace algo más de 30 años. En 1981 los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades de los Estados Unidos anunciaron una conferencia de prensa que acabaría removiendo al mundo. No sabían aún qué era lo que sucedía, pero sí lo insólito que resultaba: habían observado casi simultáneamente cinco casos de neumonía por Pneumocystis jiroveci, un hongo que solo aparece cuando los enfermos tienen algún tipo de inmunodeficiencia. Pero en este caso los pacientes estaban aparentemente sanos justo antes de enfermar, y los datos de laboratorio no mostraban una inmunodeficiencia típica. Otra cosa resultaba además especialmente llamativa y desconcertante: los cinco eran homosexuales. Eso hizo que la nueva enfermedad empezara llamándose la “Peste Rosa”, creyendo que se trataba de una situación circunscrita a una tendencia sexual.

En los tres años siguientes las nuevas informaciones se fueron sucediendo con vértigo: en realidad no era ni mucho menos únicamente una “Peste Rosa”; aparecía con frecuencia en drogadictos o en inmigrantes, sobre todo procedentes de Haití. Y sí, también en heterosexuales. En 1984 ya era considerada una epidemia. Y justo ese mismo año se descubrió su causa, en lo que se consideró una muestra de la capacidad de la ciencia: Françoise Barré-Sinoussi y Luc Montagnier aislaron el VIH, el virus que estaba detrás de lo que ya se conocía como sida. Eso permitió que solo dos años después ya se hubiera desarrollado un antígeno (una región derivada del virus) que permitía identificar con rapidez a los infectados mediante el uso de anticuerpos. Todo avanzaba a una velocidad que hacía pensar en una cura inminente. La ciencia daría rápidamente con un tratamiento, una vacuna. Lo solucionaría con prontitud.

Treinta años después la situación ha mejorado, pero quizás no hasta el punto que en un principio se esperaba. Los tratamientos actuales permiten cronificar la enfermedad y llevar una vida normal —la infección ya no es ni mucho menos una sentencia de muerte—, pero no consiguen eliminar completamente al virus y tienen ciertos efectos secundarios, además de que muchas regiones del mundo apenas si tienen acceso a ellos. Y a pesar de las continuas búsquedas, aún no se ha dado con una vacuna eficaz. Esta es, a grandes rasgos, la situación actual: los números, los logros, las promesas… las dificultades.

De África a África pasando por el mundo entero 

Josep Maria Gatell (Fotografía: Inés Baucells)

Como una realidad oculta, “el sida existía ya en África décadas antes de que se diera a conocer”, afirma Josep Maria Gatell, jefe del Servicio de Enfermedades Infecciosas en el Hospital Clinic de Barcelona y codirector de HIVACAT, el Centro Catalán de Investigación y Desarrollo de Vacunas contra el SIDA. El salto al mundo occidental puso al VIH en primera plana y aceleró al máximo las investigaciones, pero el gran salto, el que las distintas formas del virus dieron desde los primates a los humanos, tuvo lugar mucho antes en el continente africano. Y allí es donde el problema sigue siendo más importante. Según los últimos datos de la UNAIDS, el Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/SIDA, se estima que 35 millones de personas viven en este momento con el virus, el cual provoca 1,6 millones de muertes al año. Y lejos de que la epidemia esté controlada, se producen 2,3 millones de casos nuevos anuales, de los cuales 1,9 tienen lugar en países subdesarrollados, principalmente africanos. Un dato preocupante más: En España hay unas 150.000 personas infectadas, con alrededor de 3.000 casos nuevos cada año, una cifra que se ha mantenido constante durante los últimos tiempos aun a pesar de las campañas de prevención, según el Plan Nacional sobre el sida. Y aún más alarmante: prácticamente una tercera parte de los españoles con el virus no sabe que lo tiene. Pero no todo son malas noticias. Un diagnóstico positivo está ya lejos de ser una sentencia de muerte, como ocurría en los primeros años. Eso es lo que han permitido los fármacos antirretrovirales.

Los antirretrovirales: el mejor tratamiento… hasta la fecha 

Todo empezó en 1987, cuando la FDA, la agencia reguladora del medicamento de los Estados Unidos, aprobó la zidovudina para el tratamiento del sida. En principio la zidovudina no había sido concebida como tal, fue en realidad un reciclaje de un fármaco fallido contra el cáncer, que era su objetivo inicial. Pero tenía un efecto muy útil para el tratamiento del virus: inhibe la transcriptasa inversa. El VIH está formado por ARN, y para poder multiplicarse tiene que integrarse en el ADN de nuestras células y usar nuestra propia maquinaria (su extraordinaria preferencia por un tipo particular de linfocitos, los llamados CD4, es lo que da lugar a la inmunodeficiencia que la caracteriza, ya que los destruye al multiplicarse). Como el ARN no puede entrar en el ADN usa la transcriptasa inversa, que convierte el primero en el segundo y permite la invasión. La zidovudina impedía que esto sucediese, y el virus quedaba bloqueado, impotente para continuar su replicación.

Viriones de VIH-1 en la superficie de un linfocito

Ese fue el principio. Ahora existen casi treinta antirretrovirales diferentes, muchos de ellos dirigidos contra la transcriptasa, pero también usando otros mecanismos. Y la zidovudina cada vez se emplea menos. Se suelen usar en combinaciones de tres, para aumentar su eficacia e impedir que aparezcan resistencias, y son muy eficaces para controlar la enfermedad… “si se toman”, advierte con insistencia Gatell, porque uno de los mayores problemas en la clínica es la adherencia al tratamiento, la toma correcta y continua de los medicamentos prescritos. El uso adecuado ha permitido alargar considerablemente la esperanza de vida de los pacientes  y mejorar su calidad de vida, pero también han servido para prevenir que el virus pase de las embarazadas a sus hijos e incluso les ha llevado a tener un papel en la prevención: “el uso temprano de los antirretrovirales tras una práctica de riesgo aumenta considerablemente la protección contra la enfermedad”, asegura Bonaventura Clotet, jefe de la Unidad de VIH del Hospital Germans Trias i Pujol, en Badalona, director del Instituto de Investigación del sida Irsicaixa y también codirector del proyecto HIVACAT. Por eso se plantea si deberían tomarse como forma preventiva en poblaciones de riesgo o endémicas, como en algunas zonas de África. Pero esto aún está en discusión: por una parte por el gasto que conllevaría; por otra porque no todo son ventajas, también presentan ciertos efectos secundarios.

Gatell valora especialmente que “en general son fármacos bien tolerados, y han permitido que la esperanza de vida de los pacientes con VIH sea prácticamente igual que la de la población general”; algo que secunda Clotet, aunque eso no oculta que existen efectos adversos. Estos dependen de cada fármaco, pero en general los antirretrovirales pueden producir diversos problemas como fatiga, aumento del riesgo cardiovascular (tienden a aumentar los niveles de colesterol y de triglicéridos) y en algunos pacientes pueden ser tóxicos para los huesos o los riñones, “aunque estos casos son menos del 5% y generalmente se contrarrestan bien”, puntualiza Clotet.

Pero hay un problema más: los antirretrovirales controlan la enfermedad, pero no acaban con ella, de ahí que haya que tomarlos de por vida. ¿La razón? Que el virus es capaz de esconderse latente, como dormido, no solo en sus preferidos linfocitos, sino también en otras células del sistema inmunitario como los macrófagos (un tipo de glóbulos blancos) o incluso en los astrocitos, células cerebrales que sirven de soporte a las neuronas. Eso hace, por una parte, que si se abandona la medicación el virus pueda volver a replicarse desde sus escondites. Por otra, supone un problema incluso mientras se cumple con la terapia: la mera presencia del virus, aunque sea a muy baja actividad, mantiene al sistema inmunitario permanentemente alerta, constantemente activado. Eso por una parte causa un envejecimiento algo más acelerado, pero además tiene lugar un círculo vicioso: como el virus daña desde un principio las defensas alojadas en los intestinos, parte de las bacterias que allí viven puedan atravesar la barrera que las separa de nuestras células: es lo que se llama traslocación bacteriana, lo cual activa aún más a nuestro sistema de defensa, que lo percibe como una nueva amenaza.

Entonces, ¿qué se puede hacer? “Una idea es lo que se denomina kick and kill (patear y matar)”, comenta Gatell. En principio puede parecer una estrategia arriesgada, pero no está exenta de lógica. El virus se esconde en el ADN de nuestras células, y conocemos alguno de los mecanismos que utiliza para “dormir” en ellas: modifica algunas de las proteínas sobre las que se envuelve el ADN, las histonas. Y existen fármacos que evitan esas modificaciones: son los llamados inhibidores de la histona deacetilasa. Serían los despertadores, los pateadores: harían que el virus volviera a replicarse, y entonces los antirretrovirales tendrían nuevamente contra qué actuar, encontrarían su diana y teóricamente acabarían con ella. Lamentablemente, como con tantos otros intentos en la lucha contra el sida, no han tenido la eficacia esperada. Estos pateadores “son tóxicos y poco potentes. La estrategia no funciona, pero no significa que no sea válida. Lo que sucede es que aún no disponemos de las armas necesarias”, comenta Gatell. Una de esas posibles armas es un activador del llamado TLR7, comenta Clotet, un receptor que participa en la inmunidad innata, la primera defensa que actúa contra las amenazas, y que según los primeros ensayos en animales parece ser capaz de “despertar” eficientemente a la bestia.

Esa parece ser una vía con posibilidades en el futuro. Pero hay más. Antes de hablar de ellas, sin embargo, no hay que olvidar a los pocos afortunados que, aun infectándose, no las necesitan. Son los llamados “controladores de élite”.

Los controladores de élite: inmunes naturales 

Jay A. Levy es un reputado médico e investigador de la Universidad de California que lleva estudiando el virus del sida prácticamente desde que este se dio a conocer. Este mismo año publicaba un artículo en el que sentaba las bases de por dónde, según él, deberían dirigirse las investigaciones. Y uno de los puntos clave, afirmaba, era estudiar mejor a los llamados “controladores de élite”, el aproximadamente 1% de la población que, a pesar de infectarse con el virus, es capaz de controlarlo de forma natural, haciéndolo prácticamente inexistente. Una cosa que se sabe de estas personas es que tienen una forma particular de mostrar los antígenos, las moléculas del virus que las defensas identifican como extrañas. Esta particularidad reside en lo que se conoce como el complejo mayor de histocompatibilidad, el andamiaje que sostiene y muestra a los antígenos, y es algo genético. Por eso Gatell afirma que en realidad de estos controladores “no hemos aprendido nada demasiado útil. Al tratarse de una característica genética hace que sea poco manipulable, y por tanto poco práctica”. Clotet, sin embargo, matiza el mensaje: “Es cierto que, en general, una buena parte no la podemos modificar, pero hay ciertas respuestas de estos controladores que nos pueden servir en la investigación”. Clotet se refiere en especial a ciertos epítopos (partes del virus) a los que estas personas responden: “el virus suele ser capaz de despistar al sistema inmunitario: le enseña zonas de sí mismo ante las que el sistema reacciona, pero esta reación no le supone una amenaza. Estas personas parece que pueden detectar otras partes del virus que hacen que la respuesta contra él sea más eficaz”.

Y eso podría servir para mejorar las vacunas, la eterna y gran promesa contra el sida.

Vacunas: la permanente  promesa contra el sida 

Desde el aislamiento del VIH —en lo que quizás fuera un ejercicio de científica prepotencia— se asumía y se confiaba en que se obtendría una vacuna, y que esta llegaría a no mucho tardar. Treinta años después, a pesar de ciertos logros, sigue sin haberse conseguido una que resulte realmente eficaz. Quizás porque se minusvaloró al virus.

Hay varias —pero sobre todo tres— razones por las que es tan difícil obtener una vacuna contra el VIH. Una es su tremenda capacidad para cambiar: “La tasa de mutación del VIH es 10.000 veces superior a la del virus de la gripe”, afirma Gatell. “Eso supone que para hacer una vacuna similar habría que sustituirla por otra distinta prácticamente cada semana”. Otra es que el virus aparece envuelto por una especie de película, una “capa de invisibilidad” formada por glucopéptidos (partes de proteínas con azúcares añadidos) que lo esconden parcialmente de nuestras defensas. Y luego está, como afirma Clotet, su capacidad para engañarlas y distraerlas, “para enseñarles aquellas partes de sí mismo que, aunque provocan una respuesta, esta apenas les afecta a su capacidad de multiplicarse ”.

Bonaventura Clotet

Hay dos tipos de vacunas. Unas son las más comunes, las llamadas preventivas, que buscan evitar que se pueda producir la infección. Otras son las terapéuticas, que se aplican en personas ya infectadas y que tratan de estimular al sistema inmunitario para lograr destruir al virus. En general, las estrategias para preparar una vacuna eficaz han sido varias. En un principio se probó con el propio VIH pero atenuado, incapaz de producir la enfermedad, al estilo de la vacuna del sarampión, por ejemplo. Más tarde se intentó con proteínas recombinantes, es decir, fragmentos aislados del virus que se esperaba estimularan al sistema inmunitario. Se probó también con las llamadas vacunas de ADN: introducir en nuestras células directamente la información para que de forma continua se produjeran proteínas del virus (esto se hacía en general mediante plásmidos, unas estructuras que conocemos de las bacterias y que pueden pasar ADN de célula a célula). Incluso se probó con otros virus, inofensivos y modificados para producir proteínas del VIH. La forma más moderna es usar las llamadas células dendríticas, una especie de profesores del sistema inmunitario. Estas células “se tragan” literalmente al virus, lo procesan y luego se lo enseñan a otras células de defensa, estimulándolas además al mismo tiempo para que lo ataquen.

Y casi todas las formas parecían eficaces. Pero en realidad no lo eran. Cuando se analizaban los resultados se veía que la gran mayoría conseguían activar al sistema inmunitario, lograban el primer objetivo. Pero después apenas podían contener al virus. De hecho, solo una vacuna preventiva se ha mostrado parcialmente eficaz en “el mundo real”: es la “llamada vacuna de Tailandia”, basada en una combinación de proteínas expresadas por un virus inofensivo y modificado, y que demostró una cierta eficacia en el año 2009. Sin embargo, “la tasa de protección era solo del 30%”, puntualiza Gatell: “eso hace que tenga valor pero todavía está lejos de cumplir las condiciones necesarias para poder implantarla a gran escala”. En cuanto a las vacunas terapéuticas, unas de las más prometedoras parecen las basadas en células dendríticas. “La última que hemos probado tiene una eficacia similar a la preventiva de Tailandia”, comenta Gatell, “y ahora estamos en el proceso de mejorarla”.

Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Por qué apenas están funcionando las vacunas? Seguramente en parte porque “no estamos atacando las partes del virus que realmente le causan más daño”, sostiene Clotet. Para conseguirlo se han estudiado unos mil individuos de todo el mundo con el fin de identificar cuáles son esas zonas más vulnerables. Y una vez identificadas se están introduciendo directamente, en forma de ARN, en las células dendríticas que tenemos en nuestros ganglios linfáticos para así conseguir una respuesta más eficaz. “Es la vía que seguramente resultará más eficaz en cuanto a las vacunas terapéuticas”, sostiene Gatell. “El futuro pasa por aquí”, comparte Clotet, “pero será necesario complementarlo con otras dos cosas: un despertador del virus como el TLR7 para acabar con los reservorios y seguramente algo que ayude a bloquear su entrada en otras células, algo parecido —aunque no necesariamente lo mismo— a lo que sucedía en el paciente de Berlín” (ver despiece). Un estudio reciente en primates alimenta las esperanzas de esta vía. “Es un trabajo brutal que, sin embargo, ha pasado bastante desapercibido”, asegura Clotet. Científicos de Florida usaron un tipo particular de virus inofensivo para introducir en las células un gen externo. Este gen contiene la información necesaria para producir una proteína artificial, con la que los científicos reprodujeron las dos principales vías de entrada del virus. De esa forma, al unirse al VIH se bloquea su acción, de alguna manera sella la llave antes de llegar a la cerradura. En los cuatro monos en los que se probó previno la infección, mientras los otros cuatro monos que no se trataron cayeron enfermos. “Y no solo serviría como prevención, también podría usarse en combinación con una vacuna terapéutica”, apunta Clotet. Pero hay un problema: una vez que ha completado su función no se sabe aún cómo detener la acción del virus que se usa para introducir la proteína. Y esto puede dar problemas de seguridad a largo plazo. El equipo de Clotet planea, de hecho, comenzar un ensayo clínico para probar un nuevo bloqueante sin necesidad de usar virus para introducirlo. “Tenemos muchas esperanzas puestas en esta vía”, comenta.

La nueva inmunoterapia y la terapia génica, ¿otros candidatos? 

Hay un nuevo tipo de inmunoterapia que se está mostrando eficaz en varios tipos de cáncer, y que fue elegida en 2013 como el avance científico del año por la revista Science. Consiste en usar anticuerpos que liberan los “frenos” del sistema inmunitario, unos frenos que ciertos tumores utilizan para protegerse, y que parece que también usa el VIH. Algunos de estos “anti-frenos”, como los que se dirigen contra las moléculas PD-1 y CTLA-4, están empezando a estudiarse en pacientes seropositivos, pero todavía a pequeña escala. “Es difícil hacer ensayos clínicos con ellos”, comenta Gatell. “Al fin y al cabo, tienen bastantes efectos secundarios, y el hecho de que la terapia antirretroviral sea tan eficaz y bien tolerada hace que, lógicamente, no haya demasiados voluntarios”. “Podrían resultar de ayuda en el futuro”, apunta por su parte Clotet, “pero seguramente como complemento a otras terapias”.

 ¿Podría estar la terapia génica, la introducción de cambios genéticos en nuestras células, entre estas opciones? Parece complicado. Prácticamente el único intento que se ha hecho tuvo lugar en 2014. En aquel entonces se tomó sangre de varios pacientes enfermos, se aislaron los linfocitos CD4 y en el laboratorio se les inactivó el gen CCR5, una de las cerraduras de entrada del virus, en un intento de que este ya no pudiera invadir las células modificadas. Después, los linfocitos ya alterados se volvieron a inyectar en la sangre de los enfermos. Los investigadores consiguieron que aproximadamente el 10% de los linfocitos fueran inmunes al virus, y esperaban que con el tiempo estos fueran aumentando. Pero al interrumpir el tratamiento con antirretrovirales se vio que no era suficiente para contener la infección. “Es una vía que hay que explorar”, comenta Gatell, “pero tiene varios inconvenientes, uno de los cuales es el problema de seguridad que puede suponer la modificación del genoma”.

Qué se puede esperar 

No cabe duda de que, a pesar de las dificultades y de las promesas aún incumplidas, se ha avanzado mucho desde que en los años 80 el VIH se diera a conocer. Su identificación, la capacidad de detectarlo rápidamente, la comprensión de su transmisión y la terapia con antirretrovirales han hecho que el sida haya pasado de ser una enfermedad mortal a una enfermedad crónica, al menos en los países desarrollados. “Pero no es suficiente”, afirma Clotet. “Los tratamientos tienen ciertos efectos secundarios, y además, por mucho que se abaraten, hay que tomarlos de por vida, lo que supone un gasto enorme para el sistema sanitario”. Es necesario, por tanto, poder erradicarlo. Gatell basa sus esperanzas en las vacunas con células dendríticas. Clotet está de acuerdo, pero mantiene que habrá que combinarlas con despertadores de los reservorios y bloqueantes de la entrada del virus. Es decir, sería pasar de la actual triple terapia de antirretrovirales a una triple terapia… de curación. “En 5-10 años estoy convencido de que habrá un cambio importante”, asegura Clotet. Pero para eso hay que invertir. “Es necesario hacer muchas pruebas, y para ello hace falta dinero”, sostiene.  Y tras una pequeña pausa precisa: “Aunque en realidad no es tanto. Comparado con gastos de otro tipo, esto no es sino el chocolate del loro”. 

Algo así decía también Jay A. Levy, en un artículo sobre el futuro de la investigación contra el sida. “En las tres últimas décadas se han producido enormes avances en el campo del VIH. El virus es uno de los patógenos humanos mejor conocidos, pero quedan importantes retos.” Y después: “Conseguir una vacuna es el objetivo más importante de todos”.

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Y además

El paciente de Berlín: el único caso de curación

Si raras son las personas que naturalmentecontrolan al virus, más raras son aquellas en las que el tratamiento ha conseguido eliminarlo. Tan

Timothy Brown, “el paciente de Berlín”

raras que solo ha habido una: Timothy Brown, el llamado “paciente de Berlín” (otros casos que también existen se consideran funcionales: han conseguido controlar la infección tras interrumpir las terapias, pero el virus no se ha erradicado). Brown llevaba tomando fármacos antirretrovirales desde 1995, hasta que en 2006 le diagnosticaron una leucemia mieloide aguda. La quimioterapia no funcionó, y su médico (Gero Hütter) decidió que habría que hacer un trasplante de médula ósea. Pero añadió una particularidad al tratamiento: consiguió localizar un donante compatible que portaba una mutación en el gen CCR5. Este es un receptor que, junto con el CD4, el virus necesita para entrar en las células. Pero en las personas con la mutación esta variación les sirve de escudo, de muralla protectora. De alguna manera hace que la llave no encaje en la cerradura. Al sustituir todas sus células sanguíneas por las del donante los médicos pretendían dejar al virus sin lugares para alojarse. Brown dejó de tomar los antirretrovirales al día siguiente del trasplante, y aún hoy permanece sin rastro del virus.

Pero aún no se sabe a ciencia cierta por qué se curó: hay quien dice que la quimioterapia y radioterapia intensivas que recibió podrían haberlo hecho posible, o incluso que la responsable fuera la reacción de “injerto contra huésped”, en la que las células del donante atacan a las propias. Para Gatell, “lo más sensato es pensar que fue el trasplante de células con la mutación el que lo curó”. Más aún cuando se vieron los resultados de  un experimento similar pero con donantes sin la variación en CCR5: los llamados en este caso “pacientes de Boston” parecieron haber eliminado el virus, pero al cabo de un tiempo sin tomar antirretrovirales este reapareció. El doctor Clotet otorga también cierto papel a la reacción de “injerto contra huésped”, ya que “sin ella sería difícil que el paciente hubiera eliminado el virus de los reservorios”.

En este momento se está realizando, con la colaboración de Irsicaixa (coordinado por Javier Martínez Picado) y del propio Gero Hütter, un proyecto en el que se usa sangre de cordón umbilical —en general más compatible— de donantes con la mutación CCR5 para realizar trasplantes similares. En cualquier caso “este enfoque es interesante como concepto, pero solo puede aplicarse en unos pocos casos. El trasplante de médula tiene una alta tasa de mortalidad, y en ningún caso podría considerarse como un tratamiento estándar”, asegura el doctor Clotet.

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Los tratamientos actuales… y los del mañana

Los primeros infectados por el VIH poco podían hacer más que esperar y ver cómo la enfermedad progresaba. A partir de 1987, sin embargo, el panorama cambió. Comenzaron a usarse los antirretrovirales, fármacos que con distintos mecanismos consiguen evitar que el virus se multiplique. Ahora mismo existen casi 30 fármacos diferentes que se suelen usar en combinaciones de tres, lo cual permite disminuir la posibilidad de desarrollar resistencias.

Pero los antirretrovirales no son ni mucho menos la solución definitiva; por varias razones. Por un lado porque tienen efectos secundarios, que aunque pueden controlarse en su mayoría, no dejan de constituir un problema. Por otro porque no son capaces de erradicar al virus, únicamente lo mantienen a raya. El VIH es capaz de permanecer latente y escondido en varios lugares del cuerpo, y en cuanto la terapia se interrumpe vuelve a aparecer, indefectiblemente. Y además está el problema del gasto sanitario: muchas zonas subdesarrolladas no pueden disponer de ellos, y el hecho de que haya que tomarlos de por vida hace que supongan una carga económica importante incluso en los países más ricos. Por todo ello sigue siendo necesario un tratamiento que logre acabar con el virus o impedir que llegue a entrar en nuestras células. Es necesaria una vacuna.

Hay dos tipos de vacunas: las preventivas y las curativas. Las primeras impiden la entrada del virus. Las segundas lo destruyen en pacientes ya infectados. “Llegará primero una vacuna terapéutica”, asegura el doctor Gatell. Por varias razones: porque los ensayos son más sencillos de hacer, pero también porque no parece necesario que den lugar a anticuerpos. La llamada inmunidad celular podría bastar. Ante los repetidos fracasos (motivados sobre todo por la tremenda capacidad de mutación del virus) los expertos abogan ahora por el uso de células dendríticas, los “profesores” del sistema inmunitario. Y según el doctor Clotet, “por combinarlas con despertadores del virus en sus escondites y por bloqueantes de su entrada en las células”. Sería una nueva triple terapia, en principio mucho más eficaz.

Pero para eso hace falta dinero, porque las pruebas son caras y numerosas. Y toda estrategia de financiación es bienvenida. La última fórmula la acaban de lanzar desde la Fundación Lucha Contra el Sida. Se llama Epidemia The Game (http://www.epidemiathegame.com/), y es un juego para móviles basado en la prevención de la enfermedad. Cuesta 0,99 euros y todo lo ingresado irá a parar a la investigación para curar el sida.

 


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